domingo, 14 de abril de 2013

"A veinte lucas el fiambre"


      Hubo una época en la que ganarme la vida no me parecía ser ningún ejercicio de canibalismo. Fueron los buenos tiempos. Todas las noches llegaba a casa, besaba a mi mujer, observaba dormir a mis hijos, y sentarme a la mesa a cenar con la televisión encendida no me causaba repulsión alguna. Después de todo, es lo que hace todo el mundo, intentando olvidar la vorágine diurna en los instantes previos al sueño. 

      Hoy no puedo soportar esa caja idiota. No se trata de ningún filtro ideológico ni moral acerca de la televisión y su discurso. Tampoco olvido que su principal objetivo sea el de mantenernos lo suficientemente estúpidos como para que no metamos nuestras narices en lo que –dicen- no debería importarnos. Se trata simplemente de los cuerpos. No soporto la visión de esos cuerpos de colores, acercándose unos a otros, interactuando no sin cierta ingenuidad. La imagen del ser humano diluida en una sucesión de cuerpos que se mueven, bailan, se besan y cagan a través de una pantalla. Claro, mientras tenga el control remoto en mi mano seguiré siendo una especie de dios para esos cuerpos atrapados en la pantalla, por muy plana y HD que sea. Soy yo quien decide cuándo apartarlos de mi vista.

      Sé lo que dirás: “este tipo está medio loco”. Y acaso sea cierto. Piénsalo un momento, en un mundo patas para arriba como éste, la locura bien podría considerarse una bendición. Sí, lo que me atormenta es la contemplación de los cuerpos. Da lo mismo si son gordos, flacos, ejercitados o flácidos. Me atormenta, como quien diría, la visión del vehículo. Allí radica el problema de los cuerpos. No me tomes por un fanático religioso. No se trata de que considere que la carne entrañe el mal, ni que el cuerpo en sí sea pecaminoso. Debo aclararte que la última vez que pisé una iglesia hui despavorido cuando el espíritu santo se apoderó de la señora que estaba a mi lado. La visión de la espuma que salía por su boca fue algo que no pude soportar. Algún tiempo después supe que se trató de un ataque de epilepsia, y no de un acto de fe.   

      No. La contemplación del cuerpo vivo me causa un sentimiento atroz. Procederé a explicarme. Todo empezó cuando acepté maquillar muertos. “A veinte lucas el fiambre”, me dijo la dueña de la funeraria, sin ningún respeto por el cuerpo congelado que me esperaba en la otra sala, metido dentro del cajón. A mí, que había estudiado dos años de cosmética, aunque nadie me creyera que aquello podía estudiarse. Desde que tengo esta pega he podido dar de comer a mis hijos, he conseguido que en el rostro de mi mujer asome una sonrisa que yo creí perdida para siempre. El problema, insisto, sucede cada vez que me pongo a pensar en los cuerpos vivos, que se mueven de un lado a otro. Es como si la vida misma me molestara. Por una vez, podrían sosegarse todos, meterse dentro de un cajón y esperar pacientemente hasta que haya acabado de maquillarlos. 

      De acuerdo, estoy enloqueciendo. Una extraña señorita llama a las puertas de mi cráneo. Si le abro, estoy perdido. Si la dejo afuera, sería muy descortés de mi parte. Tal vez deba meterme yo dentro de un cajón, y al carajo el mundo. Y quizás la culpa la tenga mi mujer, que algo sospecha. Esta mañana la he visto levantarse a hacer las maletas. La he visto servirme fríamente el desayuno, mientras alistaba a los niños para llevárselos. En realidad, seré honesto. No la necesito a ella ni a nadie. Por mí, yo me quedaría gustoso viviendo aquí, entre ustedes. Su silencio sepulcral se ha vuelto la música que anima mi penosa existencia, y cada vez que salgo a la calle, desearía quedarme acompañándolos hacia su último viaje, hacia la libertad.

      Pero ya ven, debo cerrar esta habitación por fuera, no sea que alguno se arrepienta de su viaje y resucite. Hace un par de miles de años dicen que un flaquito habría hecho la gracia. No lo creí cuando niño y menos ahora. De todos modos, ustedes siguen teniendo una terrible ventaja sobre mí: ya están debidamente muertos, y yo agonizo a diario. 

      Mientras cierro por dentro y arrojo las llaves hacia la esquina de las calles Galvarino y San Martín, me voy olvidando de volver a casa, y acepto como nueva y única morada esta funeraria. Comprendo que he abierto las puertas de mi cráneo a esa señorita que ahora me contagia con su dulce demencia, consciente de su victoria sobre mí. ¡Uff!

 OSS


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