martes, 21 de mayo de 2013

Una última vuelta de tuerca


      Militó en media docena de partidos políticos, antes de hacerse DC. Cambió varias veces de novia, solo por la curiosidad de saber qué tanto sufriría cada una con su partida. Se hizo ecologista, y al poco tiempo se le vio instalado en el escritorio de una celulosa, llamando a reprimir a los “salvajes” que querían vivir ajenos a las luces del progreso. Jugó a ser mormón, pero no pasó mucho antes de que se volviera ateo y los acusara de ser agentes de la CIA. En realidad, el tipo era por sobre todas las cosas un payaso. O un muy buen actor.

      Esto último lo puso en práctica cuando fue detenido por microtráfico. Había renunciado con anterioridad a ser hippy, pero aun así no dejó los tranquilizantes. Argumentó exitosamente al juez, que deseaba tocar fondo para poder volverse un asceta y dedicarse a salvar almas. Poco antes de volverse conservador, practicó el amor libre con sus parejas, pero siempre se las arreglaba para fingir ataques de celos antes de mandarlas a la cresta. Y así.

      ¡Quién hubiese imaginado que un hombre así llegaría a vivir 81 años! El día de su muerte, con la certeza de un desahucio médico irremediable, quiso aplicar a su vida una última e inesperada vuelta de tuerca. Sintiéndose como la mierda, con la muerte apoderándose una a una de todas sus células, consiguió congregar a su escasa familia y amigos en la sala de espera. Para ello, en realidad, no necesitó fingir un agravamiento de su ya delicada situación. Sabía, pues, que en la habitación de al lado se esperaba su fatal desenlace de un momento a otro, entre sollozos, pero de una forma ciertamente apacible.

      Con las pocas fuerzas que le quedaban, convenció a la enfermera para que le hiciera un último favor. “Me gustaría mirar el cielo una última vez, antes de irme”, le dijo, y ella le creyó. Pero en cuanto vio la ocasión, el viejo ladino empujó a la enfermera para apartarla de su lado. Acto seguido, se arrojó al vacío desde la ventana, rompiendo los cristales, ante la mirada de decenas de pacientes y personal médico, todos los cuales coincidieron en que el anciano cayó riendo a carcajadas, mofándose de los presentes, consciente de su última y mortal victoria.  

OSS

Salmón con salsa primavera




      Se quedó sentadito en la misma mesa donde esa señorita lo mandó a la cresta. Despachó lo que quedaba de champaña en el vaso de ella, y se sobó la mejilla donde recibió la cachetada. Después me hizo una seña y ordenó un salmón con salsa primavera. Insólito, pero el resto de la velada se dedicó a comer y beber como un condenado. A cada tanto, volvía a pedir la carta, y se servía copa tras copa de vino blanco. 

      Yo creo que esos dos se juntaron a celebrar, o quizás a conmemorar alguna cosa. El otro día aprendí que no son lo mismo: se celebran las cosas buenas y gratas, mientras que se conmemora aquello de lo que se teme, pueda volver a acontecer. Se saludaron de beso en la mejilla no más, pero se notaba una complicidad más profunda. Yo diría que eran esposos o amantes, una de dos. Al compadre le dio por hablar y no paró hasta sacar de su bolsillo un cofrecito. “Le va a entregar un anillo”, pensé. Yo quería puro acercarme a ellos con la carta, porque el cocinero me miraba ansioso. No me quedó otra que aguantarme.

      La señorita estiró su mano y la dejó quieta, quietecita. Él sacó su anillo y se lo encajó perfectamente, pero hubo un problema. Cuando ella lo miró con detención, al parecer se percató de algo que no le gustó nada. Se levantó indignada y lo cacheteó. Después le tiró el anillo en la cara, tomó sus cosas y se marchó. El caballero hizo ademán de levantarse, pero luego se contuvo, llamándola con una voz bien debilucha:

-¡Eliza!

-¡Eliza!


      En eso sentimos unos bocinazos que provenían de la calle, y yo me asomé a mirar. Aunque estaba oscuro y lloviendo, me pareció distinguir a la misma señorita rompiéndole los focos a un auto, premunida de un palo. ¡Imagínesela! Con su traje fino, toda elegante, y destrozando las luces de un vehículo. De inmediato supe que era el coche de este señor, que seguía comiendo su salmón con salsa primavera, sin inmutarse siquiera. No lo culpo, en todo caso, porque se trata de una receta única.

      Recién cuando se hubo zampado por lo menos tres postres diferentes, este caballero pagó, se levantó y se fue. No me puedo quejar: me dejó cinco lucas de propina, y eso no lo hace cualquiera. Le ofrecí un bajativo por cuenta de la casa, pero no quiso. Yo creo que ya estaba medio chambreadito con tanto vino blanco. Con los otros mozos y el cocinero lo seguimos por la ventana, para ver cómo reaccionaba al percatarse de que su vehículo había sido todo apaleado. Pero, sin perder ni por un instante la serenidad, abrió la puerta, echó a andar el motor e incluso pasó por encima de los trozos de cristal de sus focos. A juzgar por lo visto, había dos posibilidades: o tenía unos nervios de acero, o bien había ofendido gravemente a la tal Eliza.

      Cerca de la medianoche, y mientras yo ayudaba con el aseo del salón principal, descubrí el anillo debajo de la mesa. Rápidamente, para que nadie dijera nada, lo recogí y me lo eché al bolsillo. Me fui al baño y ahí lo saqué para verlo con más tranquilidad. Entonces, mirándolo con atención, noté que en el borde interior del anillo, grabado con una hermosa caligrafía, se leía el siguiente mensaje: “para mi adorada esposa: Jacinta”. Volví a guardármelo en el bolsillo, pensando, misterio resuelto.

 OSS

1994



            Corría el año 94 cuando siendo un pibe de catorce años descubrí que la violencia podía ser un juego divertido, la verdad muy divertido, para ser sincero, mi primer vicio, pues era fanático de los videojuegos de combate. Nunca me gustó la violencia en la vida real, le temo al dolor y a la vergüenza, sobre todo a la vergüenza, pero en los juegos todo era distinto, se trataba de una violencia heroica, estilizada, con causas nobles, vengar al padre de Chun Li, evitar que Shang Tsung dominara el mundo etc., no había dolor real, nadie salía ofendido, y si eras un buen jugador hasta te hacías un nombre entre tus pares, esa era mi parte favorita, pues mi meta era llegar a ser el campeón de los videojuegos de combate en el barrio, pero una tarde todo cambió.
Corría el 94 como dije, en el ocaso de “Street Fighters” y la gloria de “Mortal Combat”. Como todas las tardes llegué al local de videojuegos del barrio, introduje la ficha y me dispuse a terminar el juego con Raiden, mi favorito del Mortal Combat. El local estaba vacío, con esa tranquilidad que a mí me gustaba, sin esos fastidiosos mirones que te observan las manos para copiarte las combinaciones de golpes,  o que te piden que los dejes jugar un round, estaba todo tranquilo, salvo por un extraño tipo sentado a la entrada del local que frotaba tres fichas entre sus manos.
Noté que cada tanto me miraba risueño como tramando algo, hasta que al rato se puso de pie y se acercó a mi lado. Me observó jugar por un rato, yo lo ignoré, aunque hice un par de combinaciones dignas de aplauso con las cuales quise amedrentarlo (secretos que tomaba de una revista de Nintendo). Él titubeó un momento hasta que se decidió e introdujo la ficha. Nos íbamos a duelo, -tiene coraje este tipo- pensé yo en silencio y cambié de jugador a uno más rápido, Johnny  Cage.
Gané dos juegos seguidos, pero el rival era insistente. Al iniciar el tercero nos miramos y él quiso sonreír, yo desvié la vista y me hice el importante, aunque me pareció que alguna infamia estaba por revelarse. Volví a ganar y ahí todo cambió, el tipo se enfureció, me apagó la maquina y se me vino encima, un golpe en el abdomen, uno en el ojo y otro en la nariz y caí al suelo mareado, la gente se detuvo a presenciar la pelea, yo no pude pararme a dar ni un sólo golpe, mi derrota había sido completa, -si fuera Raiden le haría estallar la cabeza de un rayo- pensé, justo en ese momento pasó lo peor, desde el suelo aún sangrando escuché cuando el tipo dijo “Cristian wins” e hizo el gesto triunfante de Sub-Zero, ¡hijo de puta! quise matarlo, y también morirme, pero no era capaz de ninguna de las dos, yo que era el futuro campeón de Mortal Combat del barrio, vivir semejante humillación, la violencia ya no me era tan divertida. En ese momento alguien me ayudo a parar y el tipo se fue al baño con las manos ensangrentadas. Minutos después en la radio del local un tipo presentaba el último hit de Nirvana, mientras él se lavaba las manos y yo quitaba la sangre de mi rostro.   
 GM 

Lo telúrico de la vida


       Lautaro, un joven ambulante, líder entre sus congéneres pirateros, transitaba por la plaza de armas de Concepción, bajo la metálica y solemne sombra de ese Don Pedro de Valdivia que todos los días mira impertérrito hacia el norte de este reino en el fin de mundo. Al otro extremo, Pedro, un viejo cesante, oriundo de Valdivia, pero ahora probando suerte en Concepción, caminaba bajo la metálica e imponente silueta del Toqui Lautaro, ese busto enorme que mira cada noche y mañana hacia el sur de la frontera.

     Ambos acelerados, con todos los problemas que pesan sobre los hombros de la comunidad ambulante y cesante, tropezaron de repente y ¡PAF! Currículums y películas piratas al suelo. Pedro y Lautaro se miraron furiosos, antes incluso de recoger sus pertenencias esparcidas sobre el gastado cemento  pencopolitano.

      No tienen tiempo o paciencia para tropezones, y como si se conocieran desde siempre, por cientos de años de guerra interminable, Pedro y Lautaro se disponen abrir ligeramente las bocas para comenzar la revuelta/discusión.

¿Quién tendría la culpa de ese breve, pero fastidioso colapso peatonal?

      Pero justo cuando iban a salir de sus alterados rostros sendos discursos incriminatorios ¡TURRUTURRUTUM! Todas las palomas de la plaza alzaron vuelo y su enojo desapareció. El temblor les había zamarreado y dispersado la furia. Definitivamente el fantasma de lo telúrico es más preocupante que este pequeño e insignificante tropezón, pensaron ambos. Entonces olvidaron todo rápidamente, cogieron sus pertenecías ayudándose mutuamente, y hasta un breve y amigable "Chao, que le vaya bien", Pedro y Lautaro, se alcanzaron a decir.

RM

Mal tiempo





Al principio pensé que se trataba de un trueno

luego supe que había sido Dios, 
diciéndome:


“Hijo mío, te bautizo en el nombre de la Bestia”.

                                                                               GBA - OSS
 

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