viernes, 8 de marzo de 2013

Árbol de la vida





     De niño amó divertirse alrededor del inmenso árbol ubicado en el patio de su casa. Fue su refugio jugando a las escondidas con sus amigos del barrio. Después de grandes ruegos, y de asegurarle una y otra vez que no se accidentaría, su padre accedió a instalar en una de sus ramas más poderosas, un columpio en el que pasaría tardes enteras, hasta bien entrada la adolescencia. 

     El árbol también supo de sus amoríos. Bajo su ramaje, una vecina le obsequió uno de los mejores regalos que se pueden recibir en la vida: su primer beso. En su corteza talló sus iniciales y las de su amada. No obstante, el tiempo siguió su curso y el árbol se fue haciendo cada vez más añoso. Sus ramas, otrora fuertes e indestructibles, con mucha dignidad, parecían albergar la certera presencia de una vejez que se auguraba apacible. De otros amores fueron testigos sus hojas, aun grandes y verdes.

     Llegó el día en que la casa le perteneció por entero a él. Hubo años muy buenos, y dicho periodo de alegrías pareció coronarse con la llegada de su mujer y sus dos hijos pequeños. Sobrevino algún tiempo antes de que él se quedara sin empleo. La compañía a la que había dedicado los mejores años de su vida, sus mejores días y horas, cambió de dueño, decidió reducir personal y desecharlo. La casa se llenó de caras largas, y más de alguna vez se le vio llorar a la sombra del árbol. Una noche maldita, sin demasiado convencimiento, el hombre anudó una cuerda en la misma rama que otrora sujetara el columpio. Acaso habrá sido porque el árbol se rebeló frente a rol de  verdugo, que la rama se desprendió antes de que su cuerpo pudiera quedar suspendido en el aire. Él fue a parar a un charco de lodo del cual solo se levantó para darse un buen baño.

     Hay quienes aseguran que el universo está conspirando continuamente a nuestro favor. Es posible que en sus últimas horas el árbol se compadeciera de ese niño, y que el recuerdo de su infantil dicha se grabara a fuego en cada uno de sus anillos. A los pocos días de ocurrido el incidente de la horca, y mientras todos sus moradores se encontraban fuera, el gigantesco árbol se desraizó, desplomándose sobre la casa, y causando tal nivel de daños, que a la aseguradora le fue imposible eludir el millonario pago del seguro. El hombre solo lamentó durante su vejez que sus hijos y nietos no tuvieran la fortuna de jugar bajo la sombra y el amparo de un árbol tan noble como aquel.



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