N°5 Arriba de la micro.
Me encuentro
algo perdido. Necesito tomar una micro y no recuerdo exactamente cuál es la que
me sirve. Sin minutos en el teléfono y con el extraño deseo de hacerme
invisible por unos instantes, con ganas de desplazarme flotando por las calles
de la ciudad, me subo al primer microbús que se detiene a dejar un pasajero en un
solitario paradero de Avenida 21 de Mayo. Por supuesto, elijo el asiento de la
ventana, más o menos al medio. Desde acá arriba la perspectiva de la calle es
magnífica.
Pongo algo de
música en mis oídos y por momentos me da la impresión de estar frente a un
videoclip grabado en esta ciudad, cuyos fragmentos tejen una historia de
difícil interpretación dentro de mi cabeza. Una esquina, un gesto, un perro, un
grafiti, un neón. La ciudad me comunica y yo me comunico con este monstruo del
cual posiblemente solo seamos sus vísceras, o bien su sangre envenenada. El
rostro dibujado en el aire por un nudo de cables sobre calle Maipú consigue
sacarme de estas cavilaciones, impulsándome a mantenerme en circulación, aunque
desconociendo el destino último que tendrá este recorrido.
El viaje
continúa con el vendedor de helados gritando a todo pulmón afuera de un
supermercado de calle Prat. Afuera, una señora hace malabares para espantar un
perro que le olfatea los pies, equilibrando casi una decena de bolsas en sus
manos. Dentro de la micro, en tanto, los pasajeros comienzan a renovarse.
Rostros anónimos descienden del que hasta entonces ha sido un espacio común, y
son reemplazados por otros igualmente desconocidos. Pasar por el centro supone
un acercamiento al corazón de la urbe, y tengo la impresión de que en cualquier
momento presenciaré algo que me llamará la atención. No es difícil que esto
suceda, y llegando al Paseo Peatonal Aníbal Pinto me encuentro con un par de carabineros
en moto que han reducido a un hombre de baja estatura. Presumiblemente un
lanza. Aunque en medio de ese desorden humano, de ese caos, que a ratos me
parece fascinante, y en otras ocasiones, degradante, allí en medio, nadie
parezca inocente del todo. Tampoco los carabineros.
Me bajo en un
paradero cercano a la Universidad del Bío Bío, cruzo la calle e inmediatamente
me subo a otra micro. Intuyo las arterias que recorreré, y me genera cierto
placer pensar en que seguiré alimentando mi mirada con las sugerentes visiones de
aceras y galerías. A esa altura, ciertamente, estoy decidido a dejarme llevar
por mi extravío. Paso frente a la Plaza Acevedo, donde un grupo de niños juega
en medio de los dinosaurios a escala real. Algunos de los que parecen ser sus
padres, por su parte, se toman fotos poniendo la cabeza en sus fauces. Recuerdo
un episodio de algunos años atrás, cuando por algún motivo ya olvidado, comenzó
a arder la cola del tiranosaurio, provocando la movilización de numerosas
compañías de bomberos. La micro continúa bajando hacia el centro de la ciudad.
Algo sucede al
llegar al paradero de micros de calle Tucapel y Avenida Los Carrera. De allí
arrancan los buses que van hacia las comunas de Coronel, Lota y Arauco. Un par
choferes se trenzan a golpes ante la mirada de transeúntes y colegas. De cada
diez manotazos, con suerte conectan uno. Nadie se acerca para intentar
separarlos. Conociendo la nefasta reputación de estos sujetos -malos tratos a
sus pasajeros, conducción irresponsable y comportamiento rabioso-, es probable que a nadie le importe demasiado
que se lastimen entre ellos. Creo comprobarlo al ver a dos estudiantes
contemplando la grotesca escena y riendo a carcajadas.
Me bajo de la
micro y abordo otra en dirección contraria. El calor pasa poco a poco, la micro se
llena y estoy decidido a llegar hasta Lirquén. Luego me vence el sueño y
despierto llegando a Lirquén, cuando la señora sentada a mi lado busca algo en
sus bolsillos. Finalmente, se cruza de brazos y se sosiega al fin.
Doy
un breve paseo por el Barrio Chino, como para estirar las piernas, y decido
regresar. Tomo otra micro y entonces, en el camino comienza a oscurecer y a
medida que me acerco a Concepción experimento unas ganas descabelladas de
bajarme, de terminar a pie el recorrido que me devuelva a casa. Sin embargo, y
como dicen algunos, la noche no asegura ningún retorno. Con todo, el monstruo
urbano ha disminuido su ritmo, su intensidad. Aunque solo al pasar por la
rotonda Paicaví constato lo evidente. La
ciudad se ha vuelto líquida. Por su acuosidad navegan erráticamente algunos
individuos que parecen querer desaparecer de la escena que contemplo, volver a
casa, asistir a alguna cita, llegar hasta su lugar de trabajo, o simplemente
echarse a andar a merced de las corrientes.
Encontrándome
a escasas dos cuadras del paradero de Avenida 21 de Mayo que marca el fin de mi
viaje, ocurre algo. Otra micro, con la cual el conductor se ha enfrascado en
una frenética carrera a lo largo del viaje, se detiene al lado de la máquina
que me transporta, y al coincidir ambas en la luz roja del semáforo, la
cercanía de esa otra micro me permite examinar detenidamente a sus pasajeros.
Me parece, por un instante, estar frente a un espejo con algún grado de
distorsión. Nuestras miradas se entrecruzan y funden como las de peces
examinándose desde detrás de las paredes de sus respectivos acuarios. No somos
prisioneros entonces. Pero tampoco libres del todo. Solo cuerpos anónimos que
alimentan el flujo de esta bestia que nos acoge, acerca y separa, con una
frialdad tan ominosa que cualquiera de nosotros, pasajeros todos, estoy seguro
daría cualquier cosa por adelantar la incómoda escena, y que la micro continúe
su andar, para bajarnos pronto y volvernos a sentir únicos, dueños orgullosos
de nuestras soledades, al fin peatones caminando sobre la acera firme y no
navegantes de una ciudad que desde detrás de los cristales no es más que un ruidoso
paisaje.
Texto por Oscar Sanzana Silva.
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