lunes, 11 de marzo de 2013

Orfeo, tres veces coronado


“Orfeo, soberano inmortal y tres veces coronado, en los infiernos, en la tierra y en el cielo…”

Edouard Schure.


Soy Orfeo y te busco… Cuando llegué a esta ciudad lo primero que hice fue preguntar en un kiosco en Janequeo:


       —   ¿Oiga usted conoce a Eurídice?  ¿la ha visto?
       —  No, joven.
       — Bueno, entonces deme un chicle.

   Soy Orfeo, y obstinado. Te busco… Los primeros años de pregrado fueron relajados, me emborrachaba en el Helesponto, forniqué en Tebas y en Corinto, creí ver tu rodilla en Lesbos, pero nunca apareciste. Eurídice cruel, vuelve a mí, soy Orfeo, mira traje mi “Les Paul” de Santiago, le compré cuerdas nuevas, sé que nuestro amor fue en un sueño, cuando nos casamos y moriste, cuando estoy borracho sueño mucho y a veces tengo pesadillas, pero Apolo te trajo a mí y no podemos estar separados, ¿Por qué tuviste que morir? ¿Por qué tuve que despertar?, pase lo que pase te encontraré.

   Soy Orfeo, tres veces coronado, en Santiago, en Collao y en Valizas. Aún te busco… Luego del pregrado perfeccioné la música, la cualidad divina que me hace llamar Orfeo, la heredé de mi viejo y su gusto por el tango, me metí a la academia del pelao Marlon, aunque mi primer maestro fue el socio Edgardo, ese loquito del clavecín. Te compuse quinientas treinta y dos canciones, te lloré todas las noches en que hubo mínima de tres grados, te lloraron mis muebles y mis zapatos, hasta mi agenda de la U 2009 te lloró sin descanso, hasta que al fin supe dónde estabas. Si habías muerto debías estar en “El averno”, ahí en Maipú con Janequeo.

   Recorrí todo Paicaví, desde Las Lomas hasta el centro pensando en cómo rescatarte, pasé por fuera de una casa donde tuviste sexo, recordé tus orejas puntiagudas de duende o de ninfa, recordé que el oráculo de Delfos me reveló que no me amarías y volverías con tu ex, ese hijo de puta que se hace llamar Aristeo, pero soy Orfeo y soy obstinado, y tú eres Eurídice, debes amarme. Al llegar al “Averno” te habías ido y alguien te acompañaba, me volví loco de rabia, frustrado me fui al “Mal Paso”, me tomé tres chelas con la Julia y me fui caminando a mi casa, esa noche fui Orfeo, tres veces coronado, en la ira, en el llanto y en los celos…

   Al otro día decidí bajar al inframundo, en el reino de Hades te encontraría y cantando te rescataría. Crucé el Aqueronte en la “San Remo” y llegué a la puerta del reino de los muertos: “Café Neruda. Cervezas y colaciones”. Al entrar me negaron el acceso, -chiquillo ya estamos cerrando- dijo Hades desde la caja. Desde la puerta escuché tu risa, estabas ahí, te había encontrado. No sé de qué mierda te reías, pero tenía que actuar, usé mis poderes divinos y me puse a cantar una canción de “Pasajera”, Hades sonrió paternalmente y me dejó pasar, -sólo una cerveza- sentenció.

   Pedí la botella y me fui directo al baño, quería mi mejor cara para mirarte. El lugar estaba muy lleno y al salir, ¡maldición! ¡tú ya no estabas! Salí corriendo a buscarte, di vueltas por toda la manzana pero no te encontré. Frustrado me fui a tomar la micro y a dos cuadras del “Kamadi” oí tu voz detrás de mí. Mi piel se erizó y sentí un escalofrío, puse mi mejor sonrisa de alivio, de por fin ser amado, de ser bendecido y me di vuelta para mirarte. Cuando lo hice, ahí estabas tú, subiéndote a su auto, sonriéndole a tu ex, al hijo de puta de Aristeo. Crucé la calle dispuesto a matarlos y me pediste que me alejara. Te canté la última canción de “Pasajera”, esa que te enseñé en el piano, y me alejé en silencio, perdiéndote para siempre. Mi nombre es Orfeo, por última vez coronado… como un idiota.  


G.M.
viernes, 8 de marzo de 2013

El volado



   Nunca supe realmente lo que estaba sucediendo. Siempre he sido medio volado yo. No tuve idea de porqué todos corrían en la misma dirección. Todos para arriba del Cerro Centinela. “Se viene el mar”, me gritó una señora de edad que arrancaba en puros calcetines. Sinceramente, no imaginé que un remezoncito pudiera provocar semejante alboroto. Nos movimos harto, está bien, pero ¿acaso no nos pasamos la vida moviéndonos, sacudiéndonos de un lado a otro, sin tener muy claro hacia dónde saltaremos la siguiente vez que la propia vida nos mande a la cresta? Entonces, ¿para qué correr tanto? Yo seguí mi camino, quería tomarme una última pituca antes de dormirme e iba a tomármela como fuera. Nada me detendría. No hice caso de los gritos de la demás gente, y a poco de andar una bruma media rara no dejaba ver mucho al mirar hacia la Avenida Blanco Encalada. Nada que hacerle.

   Seguí bajando y me llamó la atención que los contenedores estuvieran tan lejos de la playa. Maldije al desubicado que se le ocurrió estacionar su barco en el servicentro. Pero lo peor, lo realmente penoso de la situación, fue constatar que a Don Gilberto se le quedó abierta la llave del lavamanos, y de paso, se le rebasó el wáter. Su cantina había inundado toda la cuadra, y por lo que vi, me hice la idea de que el agua se había llevado hasta el pipeño. Me dio una pena tal, que no pude contener las lágrimas. De un segundo a otro me volvieron los temblores, y de pronto, como que se me movió el piso de nuevo y me caí de rodillas. Se me vino a la mente la visión de todo ese vino corriendo por la calle –figúrese que a esas alturas hasta olía a pescado el vinacho-, y me dio como un arrebato de pena que no pude contener. Arrodillado como estaba me puse a llorar a gritos, desconsolado a más no poder. 

  No sé cuánto rato habré estado llorando, pero fue ahí donde me encontraron esos periodistas con sus cámaras. Para colmo yo me había sonado los mocos con un estropajo inmundo que encontré, y ellos insistieron en fotografiarme así de cagado, y con esa cuestión en la mano. A los días vine a saber que había aparecido en la portada de todos los diarios con una bandera toda cochina, y que mi foto había dado la vuelta al mundo. Yo, para serle franco, sigo sin entender muy bien lo que pasó. Lo único que tuve claro entonces es que los supermercados justo empezaron a regalar mercadería, y yo me aseguré con cuatro cajas de dos litros de tinto. Me encerré en la casa y cuando salí Don Gilberto ya había secado la cagadita que dejó con su wáter. 



De la enfermedad más extendida del siglo XXI



Terminas la conversación con una sonrisa y una palmadita en la espalda, sales de la facultad con la mochila al hombro, siempre la mochila, notas el calor en tu rostro, te sientas en el pasto, te sacas la mochila, la abres, buscas en su interior, pero hay tantos papeles, tantos boletines, panfletos, fanzines, son tantos, los leíste todos y ya ni te acuerdas de lo que dicen, pero si te acuerdas de Valeria, de sus labios, de esa noche sobre la mesa, gástame los labios, te dijo una vez, y tú quedaste tonto, con las medias pepas, de una sola pieza, entonces te duele recordar tanto y piensas que el problema fue que no fueron solo los labios, sino que la gastaste entera. Sigues buscando entre los papeles, panfletos, boletines, ¿dónde dejaste ese cigarro?

Arrugadísimo, el último de todos, en el fondo, busca bien. Recuerdas a tu madre, las cosas se buscan con los ojos y con las manos, dijo una vez con un cuchillo en la mano derecha y una cuchara en la izquierda. Buscas con los ojos, buscas con las manos, sientes con la yema de tus dedos el  cilindro arrugado en el fondo de tu mochila vieja, azul y sucia, ¿cuándo fue la última vez que la lavaste

Te lo fumas, te lo aspiras, te lo metes muy dentro de la boca, lo agarras con los dientes, con tus ansias, con tus labios, estás esperando las doce, el pasto está húmedo, tienes el culo mojado, te pones la mochila, te paras, te sientas en una banca, el cigarro se acabó, con un par de suspiros cruzas tus piernas y miras a la gente mientras esperas las campanas, algo te molesta, siempre la mochila, te la sacas, la pones entre tus piernas, entonces el campanil, entonces las campanadas grabadas, entonces mueves la cabeza con la melodía, la silbas, pero te das cuenta que está tan trilladísima esa melodía y te ríes por la forma circular y achatada que a veces adquiere la rutina.

Te paras, pero sientes que algo te falta, la mochila, siempre la mochila, te la pones, caminas hacia el foro y ahí está la gente apelotonándose, buscando la sombra, el sol chamuscando tus pestañas, encuentras una sombra, encuentras al Juanjo con su cámara al hombro, con sus ojos atentos, sus ojos de voyerista -protesta, con su clicks y sus maneras fotográficas destilando de los párpados.

Conversas un rato con el Juanjo y te das cuenta de lo bonito que está el día y él te muestra unas fotos. Te gusta esa, aunque esa otra tiene mejores colores, rojos, amarillos y verdes en las esquinas de la pantalla, ¿y ésta?, la miras y te gusta mucho esa.

Das un vistazo al foro, hay una mujer con una bandera negra, negrísima, no sabes si es linda por la bandera o por su rostro que se confunde con el viento, con el sol que te calienta las pupilas, tan negra la bandera, está en la punta del foro, tan negro su cabello, arriba, con su bandera flameando. Mira qué linda la fotografía Juanjo, qué bella esa mujer, la de la bandera, ahí, arriba, en la esquina, ¿la viste?, ¿no?, a ver, pásame la cámara. ¡Click! Mírala, esa es. Ah, te dice el Juanjo, qué linda la chiquilla.

Llegan los de historia, cantando: Ooo... tenemos aguante, somo’ historia, ¡puros piantes! Llegan los de educación: Lucha, conciencia y organización, ¡Facultad de Educación!

           Llegan más gritos, más pancartas arrugadas, más lienzos, más mujeres, más tambores, más sonidos que se confunden y se funden, sonidos que hacen una sola melodía gastada y alargada, entonces escuchas que alguien comenta que hoy va quedar la cagada en la U y sonríes por la forma ovalada  que a veces toma el rumbo de las protestas.

Esperas hasta que parte la marcha y te acoplas tan naturalmente, eres un líquido escurriendo por esa aceitosa fila de personas que sudan, que transpiran bajo el sol, te acoplas a esa mancha larga de colores que avanza por el pavimento y te das cuenta de que hay tantos perros marchando, ladrándole a los autos, a los pacos, a los que caminan en dirección contraria y te preguntas si el quiltro chileno tendrá una dimensión subversiva por naturaleza, si sus ladridos querrán decir algo, si el vaivén de sus colas transmite algún mensaje que guarda el secreto de la desobediencia mamífera y entonces te ríes por la increíble sugestión que produce la densidad calurosa de las masas apelotonadas.

Miras a tu alrededor, algunas caras conocidas, esa niña estaba ebria el otro día detrás de la Pinacoteca, te acuerdas tan bien de su boquita roja por el vino, de su lengua buscando la última gota de la caja, te acuerdas tan bien de la etílica consecuencia de un viernes por la noche. Ese otro lo conociste en los pastos, te fumaste un cuete con él y recuerdas que se reía tan rápido que te mareaba, porque los pitos a ti te desaceleran las maneras, te ponen lenta la mandíbula, te difuminan las formas apresuradas que guardas en la cabeza. Y por tu cabeza de nuevo Valeria y sus labios pronunciando cualquier cosa, gástame los labios, entonces te asustas de que los recuerdos se te gasten, que tu memoria expire de tanto recordarla, de tanto repetirla en las esquinas de tu vida y prefieres pensar en otra cosa, y en lo único que piensas es en:


                                  El increíble retumbar de las multitudes
                                               La multitud retumbando increíblemente
                                                      El retumbar increíble y multitudinario



La vibración de los gritos se deposita en tus orejas, son bombas en tus oídos. Diez mil voces cantando al unísono, te imaginas el número, 10 veces mil, pero no eres bueno con los números y desistes para escuchar ese vibrato enorme de palabras acumuladas en esas diez 1000 gargantas que avanzan por la costra de pavimento, por ese Concepción-concreto, ese Concepción-cemento, ese Concepción-protesta, de los adictos a la sopaipilla y el aguarrás. Entonces te miras las manos y sonríes al ver tu puño alzado y sentir la forma elíptica que adquieren los momentos abrigados por el increíble retumbar de las multitudes o la multitud retumbando increiblemen...

Y la marcha llega hasta la Universidad nuevamente, a estas alturas tú eres la marcha o viceversa, da lo mismo, algo te molesta, en la espalda, la mochila que está pesada, llena de papeles, boletines, panfletos, de cuadernos en blanco, de cosas que no te sirven en este momento, ahora te sirve tu rabia, tus ganas de encapucharte, pero aún no. Ahora miras cómo se encapuchan los cabros y cabras del liceo, ahí mismo, a vista y paciencia de todos, de las cámaras, de los pacos que miran a lo lejos con sus escudos, uniformes y tanques verdes. Y unos wachiturros bailan en la calle, encapuchados, esperando alguna explosión para acoplarse.

Y alguien gritó ¡paco culiao y la conchetumare!, pero tú en realidad escuchaste a una mujer que justo detrás tuyo decía "me gustan las canciones lentas", aunque en ese momento tú no querías canciones lentas, querías un punk en tu cabeza, dar vueltas alrededor de la barricada, abrazarte a ese calor, coger una piedra y guardártela en el bolsillo. Y entonces te ríes del peso abrumador que adquieren tus sentimientos cuando los desparramas por las inevitables extensiones de la calle.

Y frente al fuego recuerdas: Los diarios, los discursos en la TV, los ministros, los burócratas, las mentiras, las cadenas, los noticiarios, los instrumentos, las cifras, las farsas, los márgenes, las encuestas, el rostro rígido, las mentiras, las manos de un trabajador cansado, los dolores representativos, la democracia, tantos automóviles, las elecciones, lo confuso de la patria, los símbolos falsos, los descuentos, las vitrinas, los anuncios comerciales, falsos, los hipócritas, las corbatas, las carpetas, las ganancias, las facturas, falsas, las mentiras, tantos hipócritas en el salón, los cascos de los pacos, los moldes, los modelos, las modelos, las estructuras, los golpes a un travesti, los sistemas, las mentiras, los ejecutivos, las cárceles, el lamento de un mapuche allanado, el dolor, mujeres con hambre, las mentiras, lo prefabricado, tantos celulares, los falsos, la pobreza sexual, el cabro chico aspirando neoprén, los incendios mentales, la dureza del modelo, los maletines negros, los ojos rojos de las madres, los dolores, las mentiras y entonces no sonríes,  aprietas los dientes, comprendes la inevitable confabulación del desacato y las formas ondulantes que a veces adquiere la desobediencia, entonces  piensas en:

                                     
                              Tu rabia desperdigada en los territorios
                                          Los territorios de tu rabia desperdigada
                                                    Tu desperdigada rabia del territorio


Y llegan los pacos, sus tanques, sus motos y tienes una piedra en tu mano, todos tienen piedras en las manos. Te cubres el rostro, que no te vean, te tramas entre el anonimato de las multitudes. La lacrimógena, los ojos rojos de las liceanas, que no te vean, la mochila ¡siempre la mochila!, la das vuelta para hacerte más indescifrable, te encapuchas, entero, se te ven los puros ojos y las manos en las piedras. Los disparos de la lacrimógena, una mórbida cortina de gas, los pacos como fantasmas que atraviesan el humo. Y piedras, una lluvia de piedras, más duras que Dios, ¿de dónde salen tantas piedras? Vuelan las piedras sobre los cascos. Ondas, gritos, máscaras de gas. Y buscas más piedras, incógnito, legendario, anónimo entre los anónimos. Ahí. ¡Una piedra! Grande, tan dura, y los pacos se ven tan insignificantes, ¡tan blandos!

Y lo importante es lanzar la piedra, aunque no tengas mucha fuerza en tus brazos, aunque la tosca no alcance a golpear a un paco, aunque lo tuyo sea la poesía, aunque los ciudadanos griten neuróticos en contra de los disturbios, aunque los besos de Valeria te quiten el sueño, aunque te llamen vándalo 100000 veces, aunque una molotov pase tan cerca de tu rostro y se te quemen las pestañas, aunque sabes que las piedras no derribarán ningún castillo. Lo importante es lanzar la piedra, aunque no le llegue a ningún paco, lo importante es que por un segundo te libraste de la enfermedad más extendida del siglo XXI: La obediencia.



 

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