Se quedó sentadito en la misma
mesa donde esa señorita lo mandó a la cresta. Despachó lo que quedaba de
champaña en el vaso de ella, y se sobó la mejilla donde recibió la cachetada.
Después me hizo una seña y ordenó un salmón con salsa primavera. Insólito, pero
el resto de la velada se dedicó a comer y beber como un condenado. A cada tanto,
volvía a pedir la carta, y se servía copa tras copa de vino blanco.
Yo creo que esos dos se juntaron
a celebrar, o quizás a conmemorar alguna cosa. El otro día aprendí que no son
lo mismo: se celebran las cosas buenas y gratas, mientras que se conmemora
aquello de lo que se teme, pueda volver a acontecer. Se saludaron de beso en la
mejilla no más, pero se notaba una complicidad más profunda. Yo diría que eran
esposos o amantes, una de dos. Al compadre le dio por hablar y no paró hasta
sacar de su bolsillo un cofrecito. “Le va a entregar un anillo”, pensé. Yo
quería puro acercarme a ellos con la carta, porque el cocinero me miraba
ansioso. No me quedó otra que aguantarme.
La señorita estiró su mano y la
dejó quieta, quietecita. Él sacó su anillo y se lo encajó perfectamente, pero
hubo un problema. Cuando ella lo miró con detención, al parecer se percató de
algo que no le gustó nada. Se levantó indignada y lo cacheteó. Después le tiró
el anillo en la cara, tomó sus cosas y se marchó. El caballero hizo ademán de
levantarse, pero luego se contuvo, llamándola con una voz bien debilucha:
-¡Eliza!
-¡Eliza!
En eso sentimos unos bocinazos
que provenían de la calle, y yo me asomé a mirar. Aunque estaba oscuro y
lloviendo, me pareció distinguir a la misma señorita rompiéndole los focos a un
auto, premunida de un palo. ¡Imagínesela! Con su traje fino, toda elegante, y
destrozando las luces de un vehículo. De inmediato supe que era el coche de
este señor, que seguía comiendo su salmón con salsa primavera, sin inmutarse
siquiera. No lo culpo, en todo caso, porque se trata de una receta única.
Recién cuando se hubo zampado por
lo menos tres postres diferentes, este caballero pagó, se levantó y se fue. No
me puedo quejar: me dejó cinco lucas de propina, y eso no lo hace cualquiera.
Le ofrecí un bajativo por cuenta de la casa, pero no quiso. Yo creo que ya
estaba medio chambreadito con tanto vino blanco. Con los otros mozos y el
cocinero lo seguimos por la ventana, para ver cómo reaccionaba al percatarse de
que su vehículo había sido todo apaleado. Pero, sin perder ni por un instante
la serenidad, abrió la puerta, echó a andar el motor e incluso pasó por encima
de los trozos de cristal de sus focos. A juzgar por lo visto, había dos
posibilidades: o tenía unos nervios de acero, o bien había ofendido gravemente
a la tal Eliza.
Cerca de la medianoche, y
mientras yo ayudaba con el aseo del salón principal, descubrí el anillo debajo
de la mesa. Rápidamente, para que nadie dijera nada, lo recogí y me lo eché al
bolsillo. Me fui al baño y ahí lo saqué para verlo con más tranquilidad.
Entonces, mirándolo con atención, noté que en el borde interior del anillo,
grabado con una hermosa caligrafía, se leía el siguiente mensaje: “para mi
adorada esposa: Jacinta”. Volví a guardármelo en el bolsillo, pensando,
misterio resuelto.
OSS
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