Lautaro, un
joven ambulante, líder entre
sus congéneres pirateros,
transitaba por la
plaza de armas de
Concepción, bajo la
metálica y solemne
sombra de ese Don Pedro
de Valdivia que todos los días mira impertérrito hacia
el norte de este reino en el fin de mundo. Al
otro extremo, Pedro, un
viejo cesante, oriundo de
Valdivia, pero ahora
probando suerte en Concepción,
caminaba bajo la
metálica e imponente
silueta del Toqui
Lautaro, ese busto enorme que mira cada noche y mañana hacia el sur de
la frontera.
Ambos acelerados,
con todos los problemas
que pesan sobre los
hombros de la
comunidad ambulante
y cesante, tropezaron de repente
y ¡PAF! Currículums
y películas piratas al
suelo. Pedro y Lautaro
se miraron furiosos,
antes incluso de recoger
sus pertenencias esparcidas
sobre el gastado cemento pencopolitano.
No
tienen tiempo o paciencia
para tropezones, y
como si se conocieran
desde siempre, por cientos
de años de guerra
interminable, Pedro y Lautaro se disponen abrir
ligeramente las bocas
para comenzar la revuelta/discusión.
¿Quién tendría
la culpa de ese
breve, pero fastidioso
colapso peatonal?
Pero justo
cuando iban a salir
de sus alterados
rostros sendos discursos
incriminatorios ¡TURRUTURRUTUM!
Todas las palomas de
la plaza alzaron vuelo
y su enojo desapareció. El
temblor les había
zamarreado y dispersado
la furia. Definitivamente
el fantasma de lo
telúrico es más
preocupante que este
pequeño e insignificante
tropezón, pensaron ambos.
Entonces olvidaron
todo rápidamente, cogieron
sus pertenecías ayudándose
mutuamente, y hasta
un breve y amigable
"Chao, que le
vaya bien", Pedro
y Lautaro, se alcanzaron
a decir.
RM
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